sábado, 23 de diciembre de 2006

Regalamos un libro

Saliendo del metro en la parada de Turia, como casi todas las mañanas, me he encontrado con la amable señorita que indefectiblemente siempre me dice lo mismo:

-Hola, ¿tienes un minuto? Estamos regalando un libro.

Yo, que me conozco la lección por haber caído alguna vez en tamaña argucia (reconozco sonrojado, que por mi natural despiste, ha sido más de una), siempre me excuso como puedo y huyo como buenamente puedo, sin mirar atrás. Pero hoy no me apetecía escaparme, así que en cuanto me ha preguntado, sin perder la sonrisa ni las buenas maneras le he dicho de corrido:

- Hola, no tengo un minuto pero sí que te puedo dedicar medio, así que lo voy a explicar rápido. Sí, me gusta leer, y sí, sabía que regalais un libro. Sí, conozco el Circulo, pero no me interesa. Ya he estado. ¿Porqué? És muy sencillo. Me encanta escarbar en las librerias, pasear mirando los colores de los lomos, leer sus titulos e impregnarme del olor del papel. Poder elegir tranquilamente el que más me guste y francamente, eso el Círculo no me lo puede ofrecer, así que lo siento mucho. No, gracias a tí. De nada. Adiós.

La chica me miraba con la boca entreabierta y una expresión mezcla a partes iguales de incredulidad y una creciente mala leche. Sin esperar respuesta me he dirigido hacia la salida con una sonrisa de oreja a oreja.

Y sé que no va a servir de nada, porque el próximo día exactamente en el mismo sitio y a la misma hora, la misma chica (u otra de similares características) me dirigirá de nuevo las fatídicas palabras...

-Hola, ¿tienes un minuto? Estamos regalando un libro.

jueves, 21 de diciembre de 2006

Todos como ovejas

Estoy de pie en mi sitio del escenario del Teatro Principal. En cartel, el Mesías participativo que se organiza en nuestra urbe cada año. Hace apenas unos minutos que ha empezado la fatídica segunda parte y varios centenares de personas corean a grito pelado el número 25, And with his stripes we are healed. El tempo, alla breve moderato, no permite presagiar lo que se nos viene encima. En nuestra fútil inocencia, encadenamos fácil y despreocupadamente los ritmos de las negras o las largas blancas con puntillo sin perder de vista las señales que nos marca el director. Y el número llega a su fin con un brillante acorde de do mayor del coro. Si todo va como de costumbre, y teniendo en cuenta que hemos cantado ya dos corales seguidos, ahora nos volveremos a sentar mientras alguno de los solistas canta un recitativo con su correspondiente aria; Handel es tan previsible, me digo a mi mismo.

Pero algo no va bien. La gente sigue de pie. Paso rápidamente la página, y lo primero que llama mi atención son los dos indicadores gigantes que me he colocado bien visibles en la hoja. Cualquier conductor los reconocería como señales de "Atención, curvas peligrosas". Y si el indicador está ahí significa... ¡cielos! el momento ha llegado. Un escalofrío recorre mi espalda y un leve temblor se adueña de mis piernas. La orquesta ataca y sin apenas tiempo para más reflexión la música me arrastra,... literalmente.

Se trata del número 26, All we like sheep have gone astray, y en su parte superior reza un allegro moderato. Los primeros compases son sencillos; acordes fáciles y bien armonizados en bloque por todas las voces, pero las tranquilas negras poco a poco se van convirtiendo en escalas de corcheas y un sudor frío empieza a recorrer mi frente. Uuuuuuuf, un silencio largo de bajos viene a darnos un poco de vida. Ahora lo importante es dar bien la entrada. Sigo la partitura y en el momento preciso, nuestra cuerda al unísono entra con su frase, siguiendo de un tirón hasta el siguiente silencio. Andrés me mira; estamos resistiendo. Iluso de mí, la recordaba más difícil.

Tengo la impresión de que el tempo se acelera, y cada nueva entrada se hace más angustiosa, con más dudas, y por lo que oigo a mi alrededor no soy el único. Las corcheas cada vez pesan más y van arrastrandonos, mientras otras voces van empezando las carreras de semicorcheas. Mientras leo la de los tenores percibo al final de la página un aviso: al girar entramos con la nuestra. Nuestra frase, un 'we have turned' que debería haber salido fluido queda tendido en el aire al cantar el 'turn' mientras cada bajo trata desesperadamente de no descolgarse, y seguir la endemoniada melodía que huye muy por delante de nosotros hacia el final de frase. Cuando llega, nerviosos, no atinamos ya a enganchar las que antes nos parecieron alegres corcheas. Con la cara roja como un tomate sigo cantando como puedo mientras trato de atinar las entradas.

Nuevas semicorcheas aparecen en el libreto, pero esta vez tenemos mejor suerte y apenas nos pillan de refilón. Cuando, ya casi finita la pieza, llegamos a la seguridad de las blancas mayestáticas, disminuye un poco el temblor y la confianza vuelve a arropar un poco nuestras voces, dejándonos urdir los acordes finales con un volumen de voz que nos ha faltado apenas un minuto antes.

El mal rato ya ha pasado. Lástima que aún me queden señales de 'Atención: curvas peligrosas' en al menos, dos números más...

miércoles, 20 de diciembre de 2006

Reencuentros



Anoche soñé que volvía a mi Manderley particular. He de reconocer que no me sonaba el sitio, pero yo sabía que estaba allí, rodeado de tantos de los que otrora fueron mis compañeros, y en algunos casos, mis amigos. Y es lógico, porque los vi a todos ayer en el ensayo del Mesias, de Handel.

En mi sueño no aparecían aquellos que por derecho propio han ocupado todas las conversaciones sobre el tema; esas que a lo largo de estos años han ido recordándonos que la herida aún sigue abierta (como dice Anaïs, la inconmensurable escritora madrileña, una herida que consigo cerrar de lunes a sábado pero que vuelve a abrirse los domingos). No he podido ver sus caras, ni oír sus frases hirientes, ni su prepotencia estúpida e infantil.

No, los que aparecían eran mis amigos. Al menos los que lo fueron en su momento. Y en mi sueño, trataba de explicarles que todo lo que hice fue por ellos, que tan solo puse voz a las palabras que ellos solo susurraban en voz baja, o se pasaban (nos pasábamos) al oído. Me convertí en adalid de su causa, alentado por todos, para ser abandonado como un paria despúes, cuando el barco zozobró.

Y en mi sueño, mis amigos me miraban con odio. Con esa furia ciega que solo conocía en los ojos de los que habian hecho de nosotros unos animales asustados. Compañeros con los que tanto había compartido y a los que tanto cariño dediqué me miraban con desprecio y una ira que me hacía empequeñecer.

Yo trataba de explicarme pero ellos me ignoraban y me exigian que me fuera. Mi presencia quizás les recordaba el fracaso de nuestra empresa, o su sometimiento a los viejos amos. Solo sé que en un momento determinado pasaban de las palabras a los hechos y empezaban a zarandearme y a golpearme. Y ahí me he despertado. Es la primera vez que me dan una paliza en sueños (tambien podría decir que es la primera vez que me dan una paliza en general), y desde luego, es angustioso.

Para no alargar más la cosa me voy a quedar con dos ideas. La primera es que tengo la conciencia muy tranquila y me siento muy orgulloso de lo que hice, pero a veces pienso que el precio que pagué por ello fue muy alto, y me pongo triste por las personas que me retiraron la palabra. No puedo evitar seguir guardandoles algo de cariño.
La segunda es que pasa el tiempo y la vieja herida sigue ahí, palpitando en la oscuridad y esperando la ocasión para derramar su amarga bilis. Y sé que no quiero estar así eternamente. Ahora que ha cambiado la junta, quizás...

lunes, 18 de diciembre de 2006

Hoy me quedo en casa

Día frío y gris. Acurrucado entre kilos y kilos de mantas (siempre he tenido la certidumbre de que lo que calienta es el peso) busco alguna excusa que me ayude a eludir la obligación de salir de mi cama, pero me da que no va a ser posible. Solo queda, como último recurso, la pura y simple cabezonería.

Hoy no voy a salir de casa: batín y café caliente, un buen libro y jazz.

No, no voy a salir, me digo mientras me meto en la ducha. Olvidaré todos y cada uno de mis compromisos y clases, cada suceso importante para dedicarme al ancestral arte de no hacer absolutamente nada. A oir pasar los coches, ese mar mecánico, como cuando trato de dormir en las asfixiantes noches de agosto. Definitivamente no. Hoy me quedo aquí.

¿Qué sentido tiene hacer cosas hoy? Hoy es un día para mi, farfullo mientras me voy vistiendo lentamente. Me quedaré en casa y haré lo que me gusta. Quizás toque un rato el saxo, o podría ponerme alguna de esas películas que quiero ver y nunca encuentro cuando. Podría sentarme y escribir cualquier cosa en mi blog. Hay tantas cosas que hacer en casa.

Entonces, decidido. Lo mejor es que me quede. He llegado a esta conclusión entre tostada y tostada, y me parece la más sensata. Me enorgullezco de ser una persona tan racional, me digo a mi mismo. Me planteo problemas, los razono y llego a conclusiones lógicas. Ojala todos fueran como yo. El mundo sería de otra manera. Así que, para ser coherente conmigo mismo, hoy no salgo de casa.

Hoy me quedo, le digo al espejo mientras termino de arreglarme un poco el pelo, y cojo las llaves de casa, cerrando la puerta de golpe detrás de mi.

sábado, 16 de diciembre de 2006

Crimen musical

Estimados lectores,
me encuentro en el doloroso deber de comunicaros que, si el tiempo no lo impide, el domingo 17 de diciembre de 2006, a las 19:30 horas, se perpetrará en el interior de la iglesia de Santa Catalina, sita junto a la plaza de la Reina, un horrible atentado. Sí, como lo oís. Un horrendo y deleznable crimen contra lo poco puro que queda en el mundo: la música.

Se cuentan entre las damnificadas unas pocas partituras de autores como Buxtehude, Schütz o Praetorius. Es de destacar en nuestro descargo que un cuarteto de cuerda acompañará al coro en la primera parte, ayudando así a paliar el nocivo impacto que sobre las sensibles psiques puede provocar la audición del mismo. Cuarteto que por otra parte, hará mutis por el foro (supongo que en nuestro caso, por la sacristía) dejando a los incautos oyentes completamente indefensos en la segunda parte, más festiva y popular.

Vuestro humilde servidor, autor de estas admonitorias palabras, tiene a bien informaros de tan trágico evento para imploraros que huyáis, cual gacelas en la sabana (que no sábana), escapando así de la onda acústica expansiva de dolor y sufrimiento que seguirá a semejante infamia artística. A todo aquel valiente, que desoyendo estas apremiantes palabras, ose acercarse a presenciar (supongo que objeto de algún especial morbo por lo escabroso) el concierto, le aconsejo mucho temple y tapones para los oídos. Y ya puestos, que salude al concluir el acto.

No me queda más que despedirme, deseándoos un grato fin de semana. Un sincero abrazo,

M.

miércoles, 13 de diciembre de 2006

Audite quid dixerit (III)

III

Deposita la moneda en la hornacina y se abre paso por la oscura caverna, alumbrada cada pocos pasos por tenues lamparitas de aceite incrustadas en la roca. Un frío completamente impensable para la época en la que se encuentran empieza a entumecer sus extremidades. Sin perder un minuto sigue por la angosta senda esculpida en la roca, y al punto llega a la primera bifurcación.

Por uno de los dos caminos se oye una preciosa voz cantando una dulce y triste melodía. El rey al principio duda, pues ¿cómo puede una voz tan bella querer que nadie se pierda en el dédalo de pasajes? Pero pasados unos instantes se decide y siguiendo los consejos del ciego elige la otra senda. Cada cierto tiempo encuentra una nueva bifurcación en las grutas lóbregas y oscuras y opta siempre por el camino por el que no se oyen las voces, que cada vez son más tristes y apremiantes, como si estuviera a punto de cometer un grave error.
 
Finalmente llega a una amplia estancia, excavada en la roca y con un magnífico techo abovedado. En el centro se aprecia una piedra a modo de altar, sobre la que reposa un libro abierto por la mitad. Todas sus páginas se hallan en blanco. Al fondo, una cortina cubre una entrada en la roca. El rey camina muy despacio hacia el altar. La cortina se abre de pronto.
Al descorrerse el velo, una ráfaga de viento extiende por el empedrado suelo las hojas sueltas del libro que reposaba sobre el altar. En la estancia hay una chica, apenas una niña, de rubios cabellos y mirada prístina. Bajo su fina túnica transparente se aprecia su figura esbelta, de pechos aun no formados y sin asomo aún de vello púbico. Mira fijamente al rey, que apenas osa ni siquiera parpadear.
- Soy la sibila de Eritrea, ¿a mí me buscabas?

Su voz, pura y diáfana, lleva la carga de miles de años de historia y resuena en la estancia sacudiendo las entrañas de la Tierra. Los grandes ojos fijos en el rey, parecen haber visto pasar el mundo durante demasiado tiempo. Empieza a dudar que lo que significa realmente la palabra tiempo.

Con paso decidido comienza a andar por la sala abovedada y se detiene justo delante de una de las muchas hojas, y sin mirarla, la recoge y la muestra, leyendo de lo que antes fueron inmaculadas páginas, la siguiente inscripción, perfectamente visible sobre la hoja: Mors est quies viatoris, finis est omnis laboris.
- La muerte es el descanso del viajero, el fin de todos los trabajos.

- ¿Qué significa eso, mujer?
- Que vas a morir, mi buen rey.
- ¿Como osas amenazarme? Yo soy tu dueño. El castillo es ahora mio, y con él la cueva, y con la cueva tu vida, y con tu vida, tu don. ¡Ahora yo seré quien dicte el futuro!.- ríe enloquecido el monarca. La sibila lo contempla sin denotar ningún cambio visible en su rostro, y su mirada parece hundirse en la negra alma del hombre, que sigue riendo.
- No lo comprendes, ¿verdad? Nadie puede cambiar el destino a voluntad. Todo es hilado y trenzado por las Parcas desde el principio de los tiempos. ¿Como pretendes, tú, pobre mortal, conocer y desentramar los misteriosos hilos que marcan los destinos de los hombres?.- el rey ha quedado mudo. El semblante lívido y la boca entreabierta.
- Pero tú si puedes, ¡debes poder! Haz lo que te digo y te llenaré de oro. Pondré a tus pies tantas riquezas que su fulgor te impedirá ver las estrellas en las noches claras. Todo cuanto desees será tuyo. Te haré mi reina.
- El oro no detiene la hoz que se acerca a tu hilo. Vas a morir.

Un temblor sacude el cuerpo del rey. La desesperación baila en sus ojos la macabra danza de la locura. Mira a todas partes y al final, se gira para encarar a la sibila.
- Troca mi destino, quita tu maldición de mi. Si no lo haces te mataré.
- No puedo cambiar lo que ya esta escrito. Y conozco tanto tu destino como el mio.
- Así sea pues.- dice acercándose lentamente a la sibila mientras saca de su vaina el sediento metal.
- Auferat hora duos eadem. Que la misma hora nos lleve a los dos.- susurra la doncella besando al rey en los labios mientras la fría espada se hunde en su menudo cuerpo.

Epílogo

En cuanto volvió a su tienda se hizo rodear de todos sus médicos y curanderos y apostó una fuerte guardia en el exterior que lo preservara de cualquier ataque a traición. Se ajusto la coraza y asió con mano firme su espada. Los capellanes que acompañaban a su ejercito velando por la salvación de las almas inmortales de los soldados, rezaron toda la noche rogándole a Dios que no se cumpliera la fatal predicción. Todo fue en vano. A la mañana siguiente, el cuerpo exangüe del rey yacía sobre su lecho con dos monedas tapando sus ojos, y un blanco sudario cubriendo su frío cuerpo, preparado para su última gran batalla.

-o-o-o-o-o-
Las sibilas son personajes de la mitología clásica dotadas del don de la adivinación. Estaban al servicio de oráculos como el de Delfos, en los que Apolo les manifestaba de manera enigmática una porción del curso de los acontecimientos futuros. La fuerza y popularidad de la sibila entre el supersticioso pueblo llano hace que poco a poco vaya abriendose hueco en la iconografía cristiana, teniendo su punto álgido con la aparición del milenarismo en la vieja Europa de alrededor del año 1.000. Anunciando el advenimiento del fin del mundo y la llegada del Juicio Final, la sibila se nos muestra oscura, incomprensible y aterradora, acorde con la concepción del 'Deus Terribilis' imperante en la época. Hoy en día, aún se puede escuchar el canto de la sibila en algunos templos, anunciando el Iudicii signum, durante el Oficio de Maitines del día de la Natividad, en lo que se llama comúnmente la 'Misa del Gallo'.

Audite quid dixerit (II)

II

Sinuosas calles de sempiterna umbría, de claro trazado musulmán, se abren ante el grupo de cristianos que serpentea por callejones y estrechos pasos buscando el camino que les lleve a los pies de la fortaleza, situada en el corazón de la ciudad, sobre un duro manto de rocas. A su paso, niños famélicos tras meses de hambruna, o ancianos exhaustos son arrollados por los poderosos corceles que corren veloces por entre los sucios adoquines de gastado aspecto que cubren el terreno irregular. Las casas, otrora bien encaladas, se muestran en lamentable estado, y sin indicios visibles de que en su interior viva nadie. Pero el rey no nota el hedor de la muerte, ni los estragos causados por sus ballesteros ni sus pesadas catapultas. Una única idea, grabada a fuego en su mente desde hace ya tanto tiempo, le impele a seguir subiendo, sin detenerse, sin mirar atrás un solo segundo, en busca de algo más preciado que todo el oro del mundo, un don que se le antoja ya, por fin, al alcance de la mano.

Al llegar a los pies de la fortaleza, rehuyen el enorme portón que se abre a su frente para tomar un camino lateral, oscuro y estrecho entre las aglutinadas casas, que bordea el macizo saliente del alcázar. En apenas un suspiro se detienen ante una oquedad en la roca que se abre un poco más allá de la última casa. Junto a la entrada un viejo ciego reposa en un carcomido y mugriento taburete. El rey desmonta y se acerca lentamente con el caballo de la brida. Sus acompañantes aguardan, silenciosos, alguna orden de su señor.

- Saludos, majestad.
El rey mira desconcertado al ciego, que sigue sentado con aire afable en su asiento.
- Dime viejo, ¿como sabes quien soy siendo ciego, si nadie con su vista sana ha conseguido reconocerme en toda la ciudad?
El anciano se sonríe y mira directamente al lugar donde se encuentra el rey con sus ojos vacíos. Su semblante parece oscurecer por momentos y su voz disminuye hasta resultar solo audible para el sorprendido monarca.
- ¿Acaso olvidáis qué sitio es este, majestad? La dama os esperaba.- Y ríe por lo bajo.
- ¿Osas mofarte de mi, maldito? No tolero chanzas y menos de un miserable como tú.
Hace un gesto a sus hombres, que se acercan desenvainando sus afilados hierros. El viejo sigue inmóvil sonriéndose y en un susurro que solo percibe el rey masculla:
- No hagáis nada de lo que podáis arrepentiros después, majestad. Sé que la buscáis y estoy aquí para deciros como llegar a ella; y mi muerte significaría, sin dudarlo, vuestra propia muerte.
Un leve gesto de la regia mano basta para que los soldados se retiren unos pasos, sin perder de vista al ciego y a su señor. Este acerca su rostro al de su interlocutor y mirando fijamente las cuencas vacías dice:
- Demuéstrame que he hecho bien perdonándote la vida. ¿Qué debes contarme?
- Majestad, solo tres reglas debéis contemplar. Si las observáis, os será revelado el camino. La primera, nadie debe acompañaros; este camino debe andarse solo. La segunda, debéis dejar una moneda de oro en la hornacina que encontrareis nada más acceder a la gruta. Y tercera, no sigáis nunca las voces; su dulce canto solo lleva a la perdición.
El rey mira hacia la cueva, con un súbito sobresalto, y cuando fija de nuevo su mirada sobre el ciego, descubre que está muerto. Pero lo que más le aterroriza es comprobar que tiene aspecto de haber fallecido hace muchísimo tiempo.

lunes, 11 de diciembre de 2006

Audite quid dixerit







I


Los tambores resuenan en la explanada a los pies del castillo. Las trompetas hieren la cálida mañana estival con sus agudas notas, mientras caramillos, sacabuches y bombardas hilan a su alrededor notas marciales. El griterío entre la tropa hace presagiar que algo ocurre, y de boca en boca se extiende descontrolado un rumor: la ciudad ha capitulado; la batalla ha concluido. Algunos aseguran haber presenciado el parlamento con los emisarios del asediado burgo, y otros haber visto hincar la rodilla en el sucio polvo al mismísimo hijo del duque, amo y señor de estas tierras.

El rey, impaciente, aguarda junto a la entrada de su tienda el retorno de la avanzadilla que ha entrado por las astilladas puertas en dirección a las estancias del duque, en lo más alto del imponente alcázar de sólida roca. La ciudad es ahora suya, después de varios meses de asedio, pero los minutos que restan hasta que pueda entrar en ella le pasan más lentos que todas las largas horas combatiendo contra los acérrimos defensores del recinto. De origen romano, y posteriormente ocupada por los árabes, hace apenas unas décadas que la fortaleza está en manos cristianas, y aun se aprecia claramente la belleza de los singulares espacios creados por los arquitectos musulmanes en sus gallardos torreones, sus esbeltas lineas y preciosos elementos decorativos, tan distintos a las sobrias construcciones cristianas.

Al final, exasperado por la espera toma una decisión. Cambia sus ropajes por otros que disimulan mejor su rango y alcurnia, y congrega ante la puerta de la tienda a tres de sus más leales vasallos, recios soldados curtidos en mil batallas. Y unos instantes después cruzan raudos el campamento en dirección al castillo, montados en caballos árabes, obsequio de algún caudillo sojuzgado en pretérita batalla. Pronto, los jinetes, pequeños puntos oscuros en la lejanía, son engullidos por las abiertas fauces de maltrecha madera que guardan la entrada del feudo, y por donde desapareció, poco tiempo atrás, la comitiva enviada por el rey.

domingo, 10 de diciembre de 2006

La última noche

Y por fín la última noche. Mi ciclo intensivo de noches alberguistas termina, con lo que a priori este blog debería sufrir un pequeño declive. Pero yo sé que eso no es cierto; lo que en principio sirvió para que yo me volviera a enganchar a escribir es lo mismo que ahora hace que apenas tenga tiempo de enlazar varias frases, una detras de otra, para mantener el ritmo que me pide el cuerpo. Así, confio en que con mi vuelta a la normalidad nocturna no solo no decaerá este pequeño cuaderno, sino que con un poco de suerte hasta aumentará un poco la frecuencia. Una vez el bichito de la escritura te ha picado, no hay manera de librarse de la tentación, excepto quizás como diría Wilde, cayendo en ella.

Y he de reconocer que tenía ilusión por contar esta noche, a modo de sentida despedida, una pequeña escapada de este puente, pero ¡mi gozo en un pozo! alguien ha olvidado traerme las fotos y videos conmemorativos del evento, así que cejaré en mi empeño de relatar nuestro periplo por tierras andaluzas hasta contar con al menos una parte sustancial del material gráfico. Mientras, guardaré todos los preciosos recuerdos de ese viaje en una pequeña caja de zapatos, con la palabra Malaga escrita a boli en la colorida tapa.

lunes, 4 de diciembre de 2006

Blanca con calderón

Recuerdo perfectamente aquella noche. Un cielo límpio de nubes y con algunas estrellas osadas brillando pese al cansino resplandor de la ciudad, que invadía insolente la noche estival. Recuerdo las risas, los frecuentes vistazos al planisferio y la minuciosa operación que había de convertir un montón de hierros, y piezas de madera y metal en un flamante telescopio. La noche clara y los colchones y mantas al raso. El fresco de la noche en el monte, y la excitación por la busca y captura de cúmulos, planetas y nebulosas en el pequeño refractor. Y el chaval inquieto y despierto que planeaba conmigo las rutas del cielo, los caminos por entre las estrellas tras los secretos del Universo.

Han pasado ya siete veranos desde aquel, y muchas cosas han ocurrido durante el devenir de todo ese tiempo. Ya no somos cuñados, y pese a estar una temporada viendonos muy poco, la música nos ha vuelto a unir. Mi admiración por él sigue creciendo, y me siento orgulloso de poder llamarlo tato.

Este fin de semana se ha hecho público que ha ganado el primer premio de composición para coro de voces blancas de la FECOCOVA. Espero que no deje nunca de ser tan genial, y le deseo muchísima suerte en todo lo que haga. Y creo que voy a ir desempolvando su primer autógrafo, que aún guardo plastificado en mi carpeta de mapas celestes.

viernes, 1 de diciembre de 2006

El secreto de Babel

Empezó estudiando inglés; era lo que se llevaba. Ya sabes, siempre viene bién, y en el futuro puede abrirte muchas puertas, hoy en día lo piden en todas partes, si no hablas inglés no eres nadie. Y vió que le gustaba, y como tenía tiempo, se apuntó también a francés.

Se pasaba muchas tardes cotejando palabras, aprendiendo nuevo vocabulario, y asimilando la manera de construir las frases de ambos idiomas. Sentía una secreta fascinación por las palabras, y las pronunciaba una y otra vez con delectación dejando salir el aire por su garganta mientras seguía el preciso ritual que colocaba la lengua y la mandíbula en las diferentes posiciones que le permitirían articular cada vocablo.

Pronto, ambos idiomas se le quedaron pequeños, y sin abandonarlos, empezó con el italiano y el portugués. Estudiar le empezó a quitar mucho tiempo, y apenás hacia nada fuera de horas de trabajo aparte de absorber más y más palabras.

Se sucedieron con la misma velocidad el alemán, el ruso, y el chino. Ahora estudiaba incluso en horas de trabajo y sus jefes estaban muy molestos, pero él seguía concentrado en sus gramáticas y diccionarios con redoblada intensidad. Empezaba a vislumbrar conexiones entre los lenguajes: puntos de unión que hacian de cada uno de ellos, algo común, como si nunca hubieran sido distintos.

Después pasó al sanscrito, al arameo, al griego y latín clásicos... hacia meses que había sido despedido y apenas comía. Solo vivía para sus idiomas. Pero todo le daba igual, porque empezaba a entenderlo. Comprendía de donde venian los lenguajes, como se enlazaban todos entre sí como raices en la oscura profundidad de los tiempos, y sabía que podía si se lo proponía, encontrar el idioma original: aquel que englobaba a todos, que era a cada uno de los otros idiomas, fuente y retorno. La lengua madre.

Y un buen día, casi exhausto por la inanición y la fatiga lo descubrió. Sus piernas ya no le tenian en pie y apenas le quedaban fuerzas para gemir un misero ¡Eureka!, así que tan solo sonrió. Y buscó, mientras la vida le abandonaba, algo lo suficientemente importante que decir en la lengua madre, algo digno de ser pronunciado, y que pudiera, por siempre, quedar en la memoria del mundo. Y no lo encontró.

Una gran sonrisa

Hacia mucho que no me dejaba caer por aquí. Nunca me he olvidado de este rincón de mi alma, pero en algunas épocas de mi vida esta menos pre...