miércoles, 13 de diciembre de 2006

Audite quid dixerit (II)

II

Sinuosas calles de sempiterna umbría, de claro trazado musulmán, se abren ante el grupo de cristianos que serpentea por callejones y estrechos pasos buscando el camino que les lleve a los pies de la fortaleza, situada en el corazón de la ciudad, sobre un duro manto de rocas. A su paso, niños famélicos tras meses de hambruna, o ancianos exhaustos son arrollados por los poderosos corceles que corren veloces por entre los sucios adoquines de gastado aspecto que cubren el terreno irregular. Las casas, otrora bien encaladas, se muestran en lamentable estado, y sin indicios visibles de que en su interior viva nadie. Pero el rey no nota el hedor de la muerte, ni los estragos causados por sus ballesteros ni sus pesadas catapultas. Una única idea, grabada a fuego en su mente desde hace ya tanto tiempo, le impele a seguir subiendo, sin detenerse, sin mirar atrás un solo segundo, en busca de algo más preciado que todo el oro del mundo, un don que se le antoja ya, por fin, al alcance de la mano.

Al llegar a los pies de la fortaleza, rehuyen el enorme portón que se abre a su frente para tomar un camino lateral, oscuro y estrecho entre las aglutinadas casas, que bordea el macizo saliente del alcázar. En apenas un suspiro se detienen ante una oquedad en la roca que se abre un poco más allá de la última casa. Junto a la entrada un viejo ciego reposa en un carcomido y mugriento taburete. El rey desmonta y se acerca lentamente con el caballo de la brida. Sus acompañantes aguardan, silenciosos, alguna orden de su señor.

- Saludos, majestad.
El rey mira desconcertado al ciego, que sigue sentado con aire afable en su asiento.
- Dime viejo, ¿como sabes quien soy siendo ciego, si nadie con su vista sana ha conseguido reconocerme en toda la ciudad?
El anciano se sonríe y mira directamente al lugar donde se encuentra el rey con sus ojos vacíos. Su semblante parece oscurecer por momentos y su voz disminuye hasta resultar solo audible para el sorprendido monarca.
- ¿Acaso olvidáis qué sitio es este, majestad? La dama os esperaba.- Y ríe por lo bajo.
- ¿Osas mofarte de mi, maldito? No tolero chanzas y menos de un miserable como tú.
Hace un gesto a sus hombres, que se acercan desenvainando sus afilados hierros. El viejo sigue inmóvil sonriéndose y en un susurro que solo percibe el rey masculla:
- No hagáis nada de lo que podáis arrepentiros después, majestad. Sé que la buscáis y estoy aquí para deciros como llegar a ella; y mi muerte significaría, sin dudarlo, vuestra propia muerte.
Un leve gesto de la regia mano basta para que los soldados se retiren unos pasos, sin perder de vista al ciego y a su señor. Este acerca su rostro al de su interlocutor y mirando fijamente las cuencas vacías dice:
- Demuéstrame que he hecho bien perdonándote la vida. ¿Qué debes contarme?
- Majestad, solo tres reglas debéis contemplar. Si las observáis, os será revelado el camino. La primera, nadie debe acompañaros; este camino debe andarse solo. La segunda, debéis dejar una moneda de oro en la hornacina que encontrareis nada más acceder a la gruta. Y tercera, no sigáis nunca las voces; su dulce canto solo lleva a la perdición.
El rey mira hacia la cueva, con un súbito sobresalto, y cuando fija de nuevo su mirada sobre el ciego, descubre que está muerto. Pero lo que más le aterroriza es comprobar que tiene aspecto de haber fallecido hace muchísimo tiempo.

No hay comentarios:

Una gran sonrisa

Hacia mucho que no me dejaba caer por aquí. Nunca me he olvidado de este rincón de mi alma, pero en algunas épocas de mi vida esta menos pre...