viernes, 26 de enero de 2007

No hay camino

Una imagen se ha instalado en mi memoria y no consigo desterrarla. Acude insistentemente en el momento menos esperado y un escalofrío me recorre de pies a cabeza. La quiero compartir con vosotros.

En ella, puedo ver nítidamente una riada de gente que camina triste y lentamente por un viejo camino. Sus caras muestran un amplio espectro de emociones, pena, miedo, desesperación, pero ni una sola sonrisa, ni una cara alegre. El duro mes de enero azota cruelmente a los que sin apenas abrigo ni calzado adecuado se mueven hacia la frontera huyendo del horror, de las represalias, de la muerte, y se cobra, inclemente, un alto precio en pobres desgraciados que quedarán para siempre en esta carretera, muertos de frío y tristeza. Los que han tenido más suerte consiguen encaramarse en alguno de los muchos camiones que traquetean repletos junto a la gris comitiva.

Esta imagen que tanto se repite a lo largo del mundo a través de los años podría ser de cualquier lugar, pero nos queda muy próxima. Acaba de comenzar el año 1.939, y las autoproclamadas tropas nacionales están a poco de cumplir sus últimos objetivos militares y terminar la guerra, lo que para miles de personas no significará la paz sino una derrota cotidiana en la guerra del día a día o incluso la muerte, por lo que son muchos los que cogiendo lo poco que pueden cargar toman el camino desde Barcelona hacia la frontera francesa. Cualquiera de estas personas ha vivido el drama de una guerra fratricida y tiene una historia digna de ser contada, pero hoy, permitidme que me acerque a un hombre de unos sesenta y cinco años y aspecto fatigado que camina acompañando del brazo a su anciana madre. Viste de una manera sencilla y lleva tan solo una pequeña maleta de cartón y un portafolios con cuadernos. Nuestro caminante sigue el camino junto a tantos otros, en dirección a la frontera, y cuando ya la tiene a un paso, se detiene, y al volver la vista atrás, ve la senda que nunca más habrá de pisar. Así abandona este país con el alma encogida Antonio Machado, camino del exilio.

Sí, ya sé que seguramente no le daría tiempo a mirar atrás, o a pensar siquiera que ya había cambiado de país, pero esta es mi imagen, y en ella, todos los que se exilian siempre lo hacen a pie, y siempre aguardan un instante para mirar atrás, y llorar por todo lo perdido, la familia, los amigos, sus casas, sus vidas,...

Esta última semana, por avatares de la vida, Machado ha vuelto a hacer acto de presencia, impregnando mis grises días de tiernos colores de tonos muy, muy cálidos. Y la tristeza que trataba de ahogar mi voz y anidar en mi corazón ha pesado mucho menos, y poco a poco ha ido desapareciendo, hasta no ser más que una pequeña espina que no quiero arrancar. Y creo, que en el fondo, mi tristeza no se ha ido, sino que se ha transformado en su tristeza, la de aquel que escribía desde la sencillez de su corazón y tuvo que abandonarlo todo huyendo de la sinrazón y el odio absurdo.

Tras pasar la frontera, se instaló en Collioure, en una pequeña pensión, junto a su madre y su hermano José. Menos de un mes después, el día 22 de febrero fallecía Antonio Machado, y tres días más tarde su madre. Ambos fueron enterrados en el cementerio de Collioure.

Atrás dejó tantos poemas, tantos versos tan llenos de dulzura, que hoy, víspera de su paso por la frontera quiero dedicarle esta humilde entrada en mi cuaderno de bitácora. Y quiero pedir a todo el que quiera y le apetezca, que deje en los comentarios, alguno de sus poemas. No puedo despedirme sino con su último verso, escrito poco antes de cerrar sus ojos para siempre.

Éstos días azules y este sol de la infancia






5 comentarios:

Anónimo dijo...

"Vosotras, las familiares
inevitables, golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas.

¡Oh, viejas moscas voraces
como abejas en abril,
viejas moscas pertinaces
sobre mi calva infantil!

¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!

Y en la aborrecida escuela,
raudas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela

-que todo es volar-, sonoras,
rebotando en los cristales
en los días otoñales...
Moscas de todas las horas,

de infancia y adolescencia,
de mi juventud dorada;
de esta segunda inocencia
que da en no creer en nada,

de siempre...Moscas vulgares,
que de puro familiares
no tendréis digno cantor:
yo sé que os habéis posado

sobre el juguete encantado,
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.

Inevitables golosas,
que ni labráis como abejas,
ni brilláis cual mariposas;
pequeñitas, revoltosas,
vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas."

omrot dijo...

Yo quiero contribuir también con el primer poema que conocí de Machado, hace mucho tiempo en un libro viejo del desván de casa de mis abuelos. Se llama Recuerdo infantil:

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
"mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón".
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.

El marco de la puerta dijo...

Guitarra del mesón que hoy suenas jota,
mañana petenera,
según quien llega y tañe
las empolvadas cuerdas.

Guitarra del mesón de los caminos,
no fuiste nunca, ni serás, poeta.

Tú eres alma que dice su armonía
solitaria a las almas pasajeras...

Y siempre que te escucha el caminante
sueña escuchar un aire de su tierra.

Anónimo dijo...

"Creo más bien que se piensa a partir de lo que se escribe y no al contrario"

Anónimo dijo...

Me emociona Machado. Hay un relato sobre él en un libro titulado precisamente Este sol de la infancia. Se llama BAEZA y dice así:

Apenas le interesaban la literatura y la filosofía. Sólo coincidía con él en su pasión por la naturaleza y en el desaliño indumentario. Sus conversaciones trataban sobre todo de árboles y plantas. Le asombraba que un profesor de francés supiera tanto de álamos, acacias, encinas, olmos... Le oía como a un entusiasta de la botánica. Eso decía, aunque yo no me lo creo. En medio, alguna alusión dolorida a Leonor, su desplome reciente. Entonces era sólo un compañero de claustro que componía versos, no el escritor afamado que fue después. Me contó que le había dejado ver algunos de sus poemas, escritos a mano, parte de los cuales apareció luego en la segunda edición de Campos de Castilla. También decía que una vez leyó una frase cenital, un verso suelto en una hoja suelta, entre sus papeles. Tuvo que ser antes de 1919, fue entonces cuando dejó aquel Instituto. Eso significaría que dispuso de veinte años para continuar el poema, pero no lo hizo. Puede que no quisiera seguir, que no encontrara palabras a la altura del inicio; o puede que, simplemente, sea un epílogo acabado, completo e inédito durante dos décadas. El verso al que se asía en el último derrumbe, “estos días azules y este sol de la infancia”.

Una gran sonrisa

Hacia mucho que no me dejaba caer por aquí. Nunca me he olvidado de este rincón de mi alma, pero en algunas épocas de mi vida esta menos pre...