En ella, puedo ver nítidamente una riada de gente que camina triste y lentamente por un viejo camino. Sus caras muestran un amplio espectro de emociones, pena, miedo, desesperación, pero ni una sola sonrisa, ni una cara alegre. El duro mes de enero azota cruelmente a los que sin apenas abrigo ni calzado adecuado se mueven hacia la frontera huyendo del horror, de las represalias, de la muerte, y se cobra, inclemente, un alto precio en pobres desgraciados que quedarán para siempre en esta carretera, muertos de frío y tristeza. Los que han tenido más suerte consiguen encaramarse en alguno de los muchos camiones que traquetean repletos junto a la gris comitiva.
Esta imagen que tanto se repite a lo largo del mundo a través de los años podría ser de cualquier lugar, pero nos queda muy próxima. Acaba de comenzar el año 1.939, y las autoproclamadas tropas nacionales están a poco de cumplir sus últimos objetivos militares y terminar la guerra, lo que para miles de personas no significará la paz sino una derrota cotidiana en la guerra del día a día o incluso la muerte, por lo que son muchos los que cogiendo lo poco que pueden cargar toman el camino desde Barcelona hacia la frontera francesa. Cualquiera de estas personas ha vivido el drama de una guerra fratricida y tiene una historia digna de ser contada, pero hoy, permitidme que me acerque a un hombre de unos sesenta y cinco años y aspecto fatigado que camina acompañando del brazo a su anciana madre. Viste de una manera sencilla y lleva tan solo una pequeña maleta de cartón y un portafolios con cuadernos. Nuestro caminante sigue el camino junto a tantos otros, en dirección a la frontera, y cuando ya la tiene a un paso, se detiene, y al volver la vista atrás, ve la senda que nunca más habrá de pisar. Así abandona este país con el alma encogida Antonio Machado, camino del exilio.
Sí, ya sé que seguramente no le daría tiempo a mirar atrás, o a pensar siquiera que ya había cambiado de país, pero esta es mi imagen, y en ella, todos los que se exilian siempre lo hacen a pie, y siempre aguardan un instante para mirar atrás, y llorar por todo lo perdido, la familia, los amigos, sus casas, sus vidas,...
Esta última semana, por avatares de la vida, Machado ha vuelto a hacer acto de presencia, impregnando mis grises días de tiernos colores de tonos muy, muy cálidos. Y la tristeza que trataba de ahogar mi voz y anidar en mi corazón ha pesado mucho menos, y poco a poco ha ido desapareciendo, hasta no ser más que una pequeña espina que no quiero arrancar. Y creo, que en el fondo, mi tristeza no se ha ido, sino que se ha transformado en su tristeza, la de aquel que escribía desde la sencillez de su corazón y tuvo que abandonarlo todo huyendo de la sinrazón y el odio absurdo.
Tras pasar la frontera, se instaló en Collioure, en una pequeña pensión, junto a su madre y su hermano José. Menos de un mes después, el día 22 de febrero fallecía Antonio Machado, y tres días más tarde su madre. Ambos fueron enterrados en el cementerio de Collioure.
Atrás dejó tantos poemas, tantos versos tan llenos de dulzura, que hoy, víspera de su paso por la frontera quiero dedicarle esta humilde entrada en mi cuaderno de bitácora. Y quiero pedir a todo el que quiera y le apetezca, que deje en los comentarios, alguno de sus poemas. No puedo despedirme sino con su último verso, escrito poco antes de cerrar sus ojos para siempre.
Éstos días azules y este sol de la infancia