El miércoles por la mañana estuve dándome un baño muy especial. Y digo especial en todos los sentidos. Primero, porque me bañé en público con muchísima gente (unas 40.000 personas según el diario Levante). Segundo, porque me bañé en tomate (sí, sí, como suena). Tercero, porque no solo me bañé, sino que lancé tomates a diestro y siniestro contribuyendo a bañar a otra gente. Cuarto, porque la gente con la que acudí es genial y ayudaron a hacer aún más inolvidable el evento. ¿Que de qué hablo? De la Tomatina, una fiesta que se hace cada año en Buñol, y en la que se han lanzado este año la friolera de 115.000 kilogramos de tomate.
Llegamos bastante pronto. A las 9 de la mañana ya buscamos sitio por las calles de Buñol y nuestro variopinto grupo (formado por 3 españoles, 1 belga, 1 austriaco, 1 brasileña, 1 alemana, 2 mexicanos, 2 ingleses, 1 australiana y 1 neozelandesa) se situaba en una de las calles principales en lo que demostraría ser un craso error. Iba pasando el tiempo, y la calle poco a poco iba llenándose. Los vecinos amenizaban la espera empapando con mangueras a los transeúntes o lanzando baldes de agua desde los balcones y ventanas. La calle se iba llenando lentamente, y pese a las recomendaciones y normas de la Tomatina, la gente fue despojándose de sus camisetas y comenzó a lanzárselas completamente empapadas a los demás.
En una de aquellas algunos de nuestro grupo fueron impactados en la cara por camisetas mojadas y enrolladas y decidieron moverse a una calle más tranquila. En nada estaba comenzando la Tomatina, pero cual fue nuestra sorpresa cuando comprobamos que, primero, cuando llegaban los camiones a nuestra altura ya habían vaciado su contenido, con lo que poco tenían para lanzar, y segundo, que la calle era tan estrecha que al pasar los camiones todos se apretaban en las aceras y corríamos riesgo de morir allí aplastados por la muchedumbre. Los pocos que quedábamos del grupo en esa calle decidimos tratar de buscar otro lugar, pero la marea de gente no nos dio tiempo a buscar la manera. Fuimos literalmente arrastrados a dos calles de distancia por una muchedumbre que nos empujaba hacia fuera. Íbamos tropezando constantemente por los pisotones o los zapatos rotos o arrancados de los pies de sus dueños por la corriente roja de agua y tomate, y las muchas camisetas que yacían en el suelo. Nuestra primer impresión resultaba bastante pobre, y empezábamos a estar un poco decepcionados. Por ahora no habíamos visto mucho tomate, ni habíamos tenido sitio donde lanzar nada.
Decidimos buscar al resto del grupo, los que habían buscado otra zona. Y aquí la suerte nos acompañó. Diego, que volvía de hacer aguas menores (no quisimos saber donde), se cruzó con nosotros por pura casualidad y nos llevó donde estaban todos: una calle muy empinada, donde había gente en una cantidad soportable, y con la ventaja de que los camiones acababan de vaciar siempre su contenido de rojos tomates en lo alto de la calle, con lo que al poco tiempo, un fluido denso y fresco nos inundaba los pies hasta por encima de los tobillos arrastrando hasta nosotros mucho tomate que lanzar. El tacto era extraño, notabas como el tomate s metía por entre los dedos de los pies, o como te rozaban cantidad de objetos inidentificados sumergidos en el denso menjunje rojizo. En este punto ya nadie tenía reparos, y algunos vándalos, al grito de "¡Chino!" manteaban a cualquiera con pinta de oriental, y arrancaban salvajemente entre varios las camisetas de aquellos que aún las llevaran puestas. Nosotros creímos prudente quitárnoslas y llevarlas colgadas del pantalón. Y a partir de aquí todo fue un puro frenesí. Nos agachábamos desesperados a recoger tomates del suelo para lanzárnoslos unos a otros, sin poder dejar de reír, completamente embadurnados de tomates.
Y no hay mucho más. Cuando nos hartamos de recibir tomatazos bajamos al río a bañarnos, con ropa y todo en los tramos que aun no habían sido invadidos por la gente. El resultado no fue muy alentador: reemplazamos una pequeña porción del tomate acumulado en nuestra piel, por tarquín negro y maloliente. Menos mal que los vecinos de Buñol contribuían a la causa sacando sus mangueras a la calle y ayudando a la gente a quitarse toda la porquería de encima. O al menos, la mayor parte. Después, una hora al sol esperando completamente apiñados como sardinas en lata para poder coger el tren en lo que es una de las peores organizaciones que he visto jamás. Luego, una vez ya en el tren, una cabezadita de 40 minutos mientras volvíamos a la urbe, y de ahí a casa, a ducharse, comer (a las 6 de la tarde se producía por fin tan deseado momento) y dormir una buena siesta (de dos horitas que supieron a poco). Por este año, mi Tomatina se había terminado.
Prometo actualizar este post en cuanto me envíen las fotos, para que podáis tratar de ver a lo que me refiero con lo de bañarse en tomate...
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