"Papá, no encuentro mi mochila", oigo desde el pasillo. Es una típica mañana de entre semana, con sus típicas carreras para tenerlo todo listo antes de salir, la típica lucha con peines y cepillos de dientes, y los típicos problemas de última hora. Yo trato infructuosamente de domar los mechones rebeldes que asoman con extraños ángulos desde mi pelo. "¡Papá, mi mochila! No la encuentro", se oye de nuevo, esta vez desde el comedor.
"Está en tu cuarto", respondo sin prestar demasiada atención, satisfecho de los logros hasta ahora conseguidos con mi peine. "Papáaaaaaaaa, no está en mi cuarto," repite la voz esta vez desde otro punto de la casa. "Mira bien, que seguro que está en tu cuarto", grito mientras lucho sin mucho éxito contra los últimos rizos rebeldes. Miro el reloj. No hay más tiempo. Así se quedan.
"Papáaaaaaaaa, ya he mirado y no está". Deberiamos estar ya en camino de la guardería y no aún en casa, sin zapatos y con la bolsa a medio preparar. "¡Papáaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!".
Y entonces ocurre. Mientras me pongo las sandalias sentado en el suelo del recibidor, digo muy serio y en voz muy alta "Mira bien en tu cuarto, seguro que no has buscado bién. ¿A que voy yo y la encuentro?". De pronto, el horror. Una expresión oscura me transfigura el rostro, mi mente perdida en la terrible y súbita comprensión de un hecho:
De alguna manera, y sin haberme dado cuenta yo de ello, me he convertido en mi propia madre.
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