Ya es casi de noche. Afuera llueve de manera intermitente sobre las calles grises, y la cálida luz de las farolas barre los coches que pasan. El pegajoso calor de julio flota en la atmosfera, envolviendo a los pocos viandantes que surcan las aceras en finas camisas de sudor. Ausente, les observo pasar. Mi cuerpo, cansado, descansa sobre la silla de mi cuarto, pero mi mente... mi mente está a miles de kilometros de aquí.
Y es que en estos días, no puedo evitar recordar aquellas jornadas pasadas en la mitad misma del Atlántico. A ver si puedo explicarlo. Estoy ya de vacaciones pero no tengo esa sensación: para tomar el sol he de organizarme y acercarme algun rato a la playa, cuando en São Miguel bastaba con abrir la puerta de casa y salir a la calle.
Allí cada día era una aventura. Cada pueblo un mundo por descubrir con sus encantos y sus secretos, y cada región tenía sus peculiaridades que la hacian diferente a las demás. Y lo añoro. Añoro pasear a última hora de la tarde por las puertas de la ciudad, o bajar hasta el campo de São Francisco a tomarse una caipirinha o un mojito y jugar a los matraquinhos. Añoro los baños nocturnos en Ponta de Ferraria con buen vino y tan solo la luz del faro para iluminarnos, o el té especial de Porto Formoso. También el hecho de tener que hablar en lenguas diferentes todo el día. Añoro la sensación de estar exprimiendo al máximo el verano.
Y no me puedo quejar. Aún le queda mucho por delante a este estío, y en nada estaré de nuevo en movimiento. Pero tengo la impresión de que algo debe cambiar. No quiero estar todo el día en casa dejando escurrirse el tiempo sin mover un dedo. Al menos sé que aquí hay algo que no podría encontrar allí: unos bonitos ojos medio adormecidos por los que perderse.
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