Era un pequeño refugio de montaña, y la puerta estaba abierta. Dentro, unos pequeños bancos de piedra alrededor de una mesa del mismo material, y una chimenea llena de basura y bolsas de plástico rotas y mojadas. No era muy grande pero a nosotros nos pareció una bendición. Soltamos las mochilas y las dejamos sobre la mesa. Aunque parezca mentira, pese a ir bastante mojados y tener agua por todas partes lo que más necesitábamos aparte de un buen descanso era beber. Nos abalanzamos ávidos sobre las botellas de fría agua que traíamos cargando desde que empezará por la mañana la jornada de subida a Javalambre. Además, vaciando las botellas reduciríamos ligeramente el peso que debíamos llevar a cuestas. Afuera, la nieve seguía cayendo inmisericorde.
Tras descansar quince minutos, se nos presentaba un nuevo dilema. Junto al refugio salía un nuevo camino hacía el pueblo, que al igual que la última vez prometía acortar nuestra ruta en un buen par de kilómetros con respecto a la carretera, y de nuevo el mismo miedo a encontrarnos que el camino no iba muy lejos antes de resultar impracticable. La única diferencia es que ahora íbamos mucho más cansados, y ya teníamos conciencia de lo que podía llegar a ser el trecho que nos quedaba: un verdadero infierno; así que dejando de lado cualquier precaución salimos del refugio, y dejando a nuestra derecha la carretera fuimos descendiendo entre los arboles por la nueva ruta.
Mentiría si dijera que no me fijé en el paisaje. La visión que se presentaba ante nosotros era espectacular y nos sobrecogía el corazón. Los arboles nevados, las montañas al fondo medio ocultas por la inmensa cortina de copos que seguían cayendo, y sobre todo, la sensación única de sentirte solo en mitad de la nada, libre, en paz, aunque sea por unos instantes, con el mundo.
Pero el descenso debía continuar. Limpiábamos de nieve y de vaho nuestras gafas a cada pocos pasos y nuestros pies se hundían en la eterna incógnita de qué íbamos a encontrar debajo. Era muy frecuente que pisáramos sin poder evitarlo pequeños riachuelos por los que bajaba el agua hacia zonas más bajas. Y el camino seguía...
Las horas transcurrían una detrás de otra. Ya no había sonrisas, ni apenas hablaba nadie. Tan solo nos quedaban fuerzas para mirar el camino y seguir andando de manera mecánica. Atrás quedaba la parte más dura, la que serpenteaba descendiendo desde las montañas, y solo nos quedaba, según suponíamos, una zona más o menos cómoda hasta llegar al pueblo. Habíamos pasado una zona residencial de cabañas prefabricadas y el acceso estaba relativamente limpio por obra de algún quitanieves. La civilización no podía estar lejos.
Juanma y yo caminábamos delante, esperando con fe ciega encontrar tras cada recodo la visión del pueblo. Pero cada loma, cada curva que dejábamos atrás, o a la que nos acercábamos era una pequeña decepción. Vanessa aguantaba bien y nos seguía en un mutismo absoluto, pero Moncho y Edu eran otra cosa. En sus caras se notaba todo el cansancio y dolor que nosotros a duras penas disimulábamos. Moncho aún se resentía de su lesión de la rodilla y Edu estaba algo bajo de forma y la larga caminata le había pillado tan poco preparado como a mí.
Solo se oía el ruido de nuestros pies arrastrandose por el camino. Cada dos o tres giros, Juanma o yo animábamos a los chicos, y les asegurábamos que ya sabíamos donde estábamos y que el pueblo estaba casi al lado, que solo unos pasos más y estariamos allí, solo para descubrir que tras una loma venía la siguiente y después la siguiente, y que no se acababa nunca. Mientras, solo silencio, caras extenuadas y un cansancio del que nos negabamos a dejarnos vencer.
Al final, cuando después de horas caminando en lo que había sido una de las experiencias más duras de nuestra vida, apareció al fondo el pueblo no hubo apenas explosión de alegría, ni saltos de júbilo. Tan solo una pequeña sonrisa y el monótono y continuo ruido de nuestros pasos en la nieve.
Epílogo
Cuando nos dejamos caer en nuestras camas del albergue, después de una ducha bien caliente y una buena cena, en los pocos segundos que tuve antes de quedar completamente dormido, me sentí orgulloso. Orgulloso por lo que había hecho, por haber tenido la oportunidad de vivir esa experiencia, de disfrutar pese a padecer. Pero también orgulloso por mis compañeros. Por como cada uno, sin contar estados de forma o peso o lesiones, había tenido el coraje de seguir, de no plantarse, de llegar a cualquier precio y sin escatimar las pocas fuerzas que nos quedaban. Y con esta sensación me dormí feliz.
Gracias Juanma, Vane, Moncho y Edu por hacer aún más inolvidable esta experiencia.