jueves, 31 de julio de 2008

До свидания

Y ahora, voy a retirarme furtivamente por una temporadita a las frias tierras de la Madre Po (Isa dixit) a descansar, que creo que me lo he merecido.



¡Adiós amigos! ¡Adiós calor! ¡Adiós Valencia!
¡Nos vemos en unas semanas!

До свидания!!!

El crudo blanco (y 3)

Era un pequeño refugio de montaña, y la puerta estaba abierta. Dentro, unos pequeños bancos de piedra alrededor de una mesa del mismo material, y una chimenea llena de basura y bolsas de plástico rotas y mojadas. No era muy grande pero a nosotros nos pareció una bendición. Soltamos las mochilas y las dejamos sobre la mesa. Aunque parezca mentira, pese a ir bastante mojados y tener agua por todas partes lo que más necesitábamos aparte de un buen descanso era beber. Nos abalanzamos ávidos sobre las botellas de fría agua que traíamos cargando desde que empezará por la mañana la jornada de subida a Javalambre. Además, vaciando las botellas reduciríamos ligeramente el peso que debíamos llevar a cuestas. Afuera, la nieve seguía cayendo inmisericorde.

Tras descansar quince minutos, se nos presentaba un nuevo dilema. Junto al refugio salía un nuevo camino hacía el pueblo, que al igual que la última vez prometía acortar nuestra ruta en un buen par de kilómetros con respecto a la carretera, y de nuevo el mismo miedo a encontrarnos que el camino no iba muy lejos antes de resultar impracticable. La única diferencia es que ahora íbamos mucho más cansados, y ya teníamos conciencia de lo que podía llegar a ser el trecho que nos quedaba: un verdadero infierno; así que dejando de lado cualquier precaución salimos del refugio, y dejando a nuestra derecha la carretera fuimos descendiendo entre los arboles por la nueva ruta.


Mentiría si dijera que no me fijé en el paisaje. La visión que se presentaba ante nosotros era espectacular y nos sobrecogía el corazón. Los arboles nevados, las montañas al fondo medio ocultas por la inmensa cortina de copos que seguían cayendo, y sobre todo, la sensación única de sentirte solo en mitad de la nada, libre, en paz, aunque sea por unos instantes, con el mundo.

Pero el descenso debía continuar. Limpiábamos de nieve y de vaho nuestras gafas a cada pocos pasos y nuestros pies se hundían en la eterna incógnita de qué íbamos a encontrar debajo. Era muy frecuente que pisáramos sin poder evitarlo pequeños riachuelos por los que bajaba el agua hacia zonas más bajas. Y el camino seguía...

Las horas transcurrían una detrás de otra. Ya no había sonrisas, ni apenas hablaba nadie. Tan solo nos quedaban fuerzas para mirar el camino y seguir andando de manera mecánica. Atrás quedaba la parte más dura, la que serpenteaba descendiendo desde las montañas, y solo nos quedaba, según suponíamos, una zona más o menos cómoda hasta llegar al pueblo. Habíamos pasado una zona residencial de cabañas prefabricadas y el acceso estaba relativamente limpio por obra de algún quitanieves. La civilización no podía estar lejos.

Juanma y yo caminábamos delante, esperando con fe ciega encontrar tras cada recodo la visión del pueblo. Pero cada loma, cada curva que dejábamos atrás, o a la que nos acercábamos era una pequeña decepción. Vanessa aguantaba bien y nos seguía en un mutismo absoluto, pero Moncho y Edu eran otra cosa. En sus caras se notaba todo el cansancio y dolor que nosotros a duras penas disimulábamos. Moncho aún se resentía de su lesión de la rodilla y Edu estaba algo bajo de forma y la larga caminata le había pillado tan poco preparado como a mí.

Solo se oía el ruido de nuestros pies arrastrandose por el camino. Cada dos o tres giros, Juanma o yo animábamos a los chicos, y les asegurábamos que ya sabíamos donde estábamos y que el pueblo estaba casi al lado, que solo unos pasos más y estariamos allí, solo para descubrir que tras una loma venía la siguiente y después la siguiente, y que no se acababa nunca. Mientras, solo silencio, caras extenuadas y un cansancio del que nos negabamos a dejarnos vencer.

Al final, cuando después de horas caminando en lo que había sido una de las experiencias más duras de nuestra vida, apareció al fondo el pueblo no hubo apenas explosión de alegría, ni saltos de júbilo. Tan solo una pequeña sonrisa y el monótono y continuo ruido de nuestros pasos en la nieve.

Epílogo

Cuando nos dejamos caer en nuestras camas del albergue, después de una ducha bien caliente y una buena cena, en los pocos segundos que tuve antes de quedar completamente dormido, me sentí orgulloso. Orgulloso por lo que había hecho, por haber tenido la oportunidad de vivir esa experiencia, de disfrutar pese a padecer. Pero también orgulloso por mis compañeros. Por como cada uno, sin contar estados de forma o peso o lesiones, había tenido el coraje de seguir, de no plantarse, de llegar a cualquier precio y sin escatimar las pocas fuerzas que nos quedaban. Y con esta sensación me dormí feliz.


Gracias Juanma, Vane, Moncho y Edu por hacer aún más inolvidable esta experiencia.

martes, 29 de julio de 2008

El crudo blanco (y 2)

Una vez terminada la comida venía lo más duro, obligarnos a volver a colocar las mochilas en nuestras espaldas, y paso a paso dirigirnos por la carretera hacia el pueblo. Fuera llovía a ratos, así que decidimos esperar a que parara un poco. Teníamos la cara roja, quemada por el sol, los miembros entumecidos y un completo agotamiento.

Abandonamos un poco después la pista de esquí, caminando en fila india por el arcén de la carretera mientras la lluvia que ya se había convertido en suave nevada volvía a cogerse poco a poco. La protección que llevábamos era a todas luces insuficiente; nuestra ropa no estaba preparada ni llevábamos calzado adecuado. Tras un rato todos teníamos los pies mojados, aunque como estaban calientes de caminar apenas se notaba. A los lados de la carretera se comenzaron a ver zonas en blanco tal como los pequeños copos iban cuajando. Cuando nos quisimos dar cuenta la nieve comenzaba a apilarse en grandes cantidades en la cuneta, mientras nosotros seguíamos caminando fatigosamente paso a paso por la carretera.

Fue muy extraño ver como la carretera que seguíamos iba desapareciendo poco a poco bajo una blanca capa de nieve hasta que desapareció por completo el asfalto. La nieve caía con fuerza y teníamos que taparnos la cara porque el impacto de los copos helados en nuestras rojas mejillas nos hacia saltar de dolor. Solo una pequeña rendija entre las capas de ropa nos dejaba entrever, no ya el camino, sino el metro por delante de nuestros pies que íbamos a pisar a continuación.


No había donde guarecerse, donde descansar o sentarse un momento a tomar aire. Solo había camino y nieve. Y de pronto llegamos a una bifurcación: hacia delante el camino proseguía, y hacia la izquierda, una senda forestal anunciaba un atajo hacia el pueblo que podía ahorrarnos un buen par de kilómetros. La tentación era demasiado grande, pero temíamos encontrar que el camino estaba impracticable y tener que volver sobre nuestros pasos, o peor aún, que pudiera ocurrir un accidente en el firme terroso e irregular que debía haber debajo de la nieve. Sin mirar atrás, continuamos por la carretera preguntándonos si hacíamos lo correcto, y si seriamos capaces de aguantar esos kilómetros extra que acabábamos de elegir.

La carretera seguía sin parecer que fuera a acabar nunca. Solo oíamos el golpeteo de nuestros propios pies moviéndose con una cadencia rítmica muy lenta y cansada, el viento helado lanzándonos la nieve a la cara y nuestra respiración. Solo algún esporádico coche se atrevía a pasar muy de vez en cuando, dejando sus huellas oscuras en el pavimento durante unos escasos segundos antes de que la nieve las sepultara de nuevo.

Necesitábamos descansar, beber, desceñirnos de la espalda las mochilas que se empezaban a cobrar su precio marcando de manera cruel nuestros hombros. Así que cuando vimos la pequeña caseta pensamos que no era posible que tuvieramos esa suerte. Alejada a unos 50 metros de la carretera había una pequeña construcción, rodeada de nieve por todas partes. Nos acercamos a toda prisa abandonando el camino que habíamos recorrido durante un buen par de horas, mientras en nuestra mente se repetía insistentemente la misma frase:

Por favor, que la puerta esté abierta...

El crudo blanco

Se veía venir. Lo había avisado el parte meteorológico y se podía respirar en la atmósfera. El sol brillaba pero todos sabíamos que no podía durar. Tan solo confiábamos en que aguantara hasta que hubiéramos llegado hasta la cima del Javalambre. Y al menos en eso tuvimos suerte. La ascensión, por la cara más empinada, la que estaba sembrada de guijarros sueltos y falsos repechos, fue muy dura pero tras mucho esfuerzo y una pequeña parada a mitad de camino para recuperar liquido llegamos. El sol seguía brillando pero ya no con tanta fuerza, tal como enormes nubes se acercaban a toda velocidad. Había que darse prisa.


Y entonces fue cuando empezaron nuestros problemas. ¿Donde está Carlos? Iba por delante de nosotros y cuando llegamos a la cima había desaparecido. Ni rastro de él por ninguna parte. Dejamos las pesadas mochilas en el suelo y nos organizamos para buscarlo. Desandamos y rehicimos el camino una y otra vez gastando el poco aliento que nos quedaba y un tiempo que tal como veríamos después iba a resultar precioso. Tras casi una hora de infructuoso resultado y muy preocupados, abandonamos la búsqueda y seguimos avanzando para buscar una zona donde hubiera cobertura y desde allí poder llamar a Joan y Cosa que llegaban esa misma mañana por si tenían alguna noticia. Al final pudimos descubrir que Carlos se había perdido y en vez de esperarnos había decidido, de una manera muy imprudente, volver solo al pueblo deshaciendo todo el camino y esperarnos allí, mientras nosotros seguíamos la ruta prevista y bajamos por la zona de las pistas de esquí.

A partir de aquí, la preocupación había dejado paso a un cabreo enorme y solo las primeras gotas de lluvia consiguieron sacarnos de nuestro estado y romper la cadena de protestas y amenazas que íbamos hilando durante la bajada. Arreglamos un poco las bolsas para que no se nos mojaran y continuamos el lento descenso. En un rato que nos pareció eterno, llegabamos a la cafetería de las pistas de esquí. Contentos por tener un sitio donde sentarnos y comer caliente, contabamos que nuestras penurias se habian acabado. Exhaustos y completamente empapados, aun no sospechabamos que lo peor estaba por llegar...

domingo, 20 de julio de 2008

Insomnia


Hay noches en las que dormir es imposible. Por el calor, por no dejar de darle vueltas a la cabeza, o simplemente, porque te despiertas y no puedes volver a conciliar el sueño. Hoy es una noche de esas.

Llevo ya cerca de dos horas dando vueltas sin poder dormirme de nuevo. Debería estar muerto, porque anoche dormí poquísimo, y el día ha sido muy, muy ajetreado. Pero no puedo. Y he contado ovejas, he tratado de leer, de hacer sudokus, de pensar en cosas que me aburran mucho, pero es, sencillamente, imposible.

La luna, enorme, casi llena, asoma por mi ventana encaramada a los altos tejados. A lo mejor es ella la que no me deja dormir. Una antigua superstición andaluza que cuentan en el pueblo de mi madre asegura que si la miras mucho te coge, y puede hacer que enfermes e incluso que mueran los niños pequeños. Es la luna, luna de Lorca y de los gitanos. Y sé que cuando mi madre nos lo contaba, también lo creía.

Pero estoy convencido de que la luna no tiene nada que ver. Ya se ha quitado su manto de nácar y, desnuda de sombra y muerte, huye a su refugio para encontrar el sueño que hoy a mi se me ha negado. En la calle la luz de la mañana empieza a filtrarse y el creciente ruido de los coches que se cuela por la ventana abierta de mi habitación dice adiós a las pocas posibilidades que me quedaban de dormirme.

Mientras trato de matar el tiempo hasta que por fin se haga de día, me doy cuenta de que a lo mejor si que hay algo a lo que no dejo de darle vueltas, algo que podría haber sido causa de esta carencia absoluta de sueño. Quizás algo que dije, o que deje de decir. Algo que llevo en la cabeza y de una manera u otra tiene que escapar. Chi lo sa?

Solo espero una cosa. Haber retenido el insomnio el tiempo suficiente en mi casa, como para que tú, que estás leyendo ahora mismo este pequeño album de recortes, hayas podido dormir de un tirón toda la noche.

miércoles, 16 de julio de 2008

Lembro-me







Ya es casi de noche. Afuera llueve de manera intermitente sobre las calles grises, y la cálida luz de las farolas barre los coches que pasan. El pegajoso calor de julio flota en la atmosfera, envolviendo a los pocos viandantes que surcan las aceras en finas camisas de sudor. Ausente, les observo pasar. Mi cuerpo, cansado, descansa sobre la silla de mi cuarto, pero mi mente... mi mente está a miles de kilometros de aquí.

Y es que en estos días, no puedo evitar recordar aquellas jornadas pasadas en la mitad misma del Atlántico. A ver si puedo explicarlo. Estoy ya de vacaciones pero no tengo esa sensación: para tomar el sol he de organizarme y acercarme algun rato a la playa, cuando en São Miguel bastaba con abrir la puerta de casa y salir a la calle.

Allí cada día era una aventura. Cada pueblo un mundo por descubrir con sus encantos y sus secretos, y cada región tenía sus peculiaridades que la hacian diferente a las demás. Y lo añoro. Añoro pasear a última hora de la tarde por las puertas de la ciudad, o bajar hasta el campo de São Francisco a tomarse una caipirinha o un mojito y jugar a los matraquinhos. Añoro los baños nocturnos en Ponta de Ferraria con buen vino y tan solo la luz del faro para iluminarnos, o el té especial de Porto Formoso. También el hecho de tener que hablar en lenguas diferentes todo el día. Añoro la sensación de estar exprimiendo al máximo el verano.

Y no me puedo quejar. Aún le queda mucho por delante a este estío, y en nada estaré de nuevo en movimiento. Pero tengo la impresión de que algo debe cambiar. No quiero estar todo el día en casa dejando escurrirse el tiempo sin mover un dedo. Al menos sé que aquí hay algo que no podría encontrar allí: unos bonitos ojos medio adormecidos por los que perderse.

martes, 1 de julio de 2008

Curiosidad

Dimidium facti qui coepit habet: sapere aude
(Quien ha comenzado, sólo ha hecho la mitad: atrévete a saber)

Horacio, Epistularum liber primus II, 40


Saber, conocer, experimentar, aprender, vivir,...

Deseo no perder jamás ese espiritú cuando me haga mayor.

Una gran sonrisa

Hacia mucho que no me dejaba caer por aquí. Nunca me he olvidado de este rincón de mi alma, pero en algunas épocas de mi vida esta menos pre...