Adoro los últimos dias de agosto. El calor empieza a perder su cíclica batalla contra los frios vientos que preludian la llegada del invierno, y un fino manto de hojas secas alfombra de ocre y gris las calles de esta ciudad. El sol, zalamero, recorre nuestras caras infundiendo un hálito cálido, y tan extraño y distinto a la inclemencia de los pasados días, que produce un dulce cosquilleo en toda la piel, mientras la suave brisa arranca las últimas hilachas de calor adheridas a nuestros cuerpos. Por las tardes, me encanta pasear por la ciudad desierta, pisando las pálidas hojas que yacen adormecidas sobre el asfalto tibio y solitario.
Nadie interrumpe mis ensoñaciones durante esos momentos. Nadie holla estas mismas calles, ni cruza el melancólico sonido de sus pasos con el de los mios. Como un animal cansado, la ciudad duerme exhausta, afectada todavía por el atroz calor que la ha devorado, y vacia de vida, mientras los cientos, miles de organismos que la conforman disfrutan sus vacaciones lejos de aquí. La ciudad nos pertenece, a los que restamos incólumes aguantando las altas temperaturas, y la aún más alta humedad, mientras tantos y tantos conciudadanos nuestros migran hacia otros destinos, los que vemos agonizar en un lento goteo de coches las otrora bulliciosas avenidas, y mantenemos con vida (trémula e incierta, pero vida al fin y al cabo) el corazón de nuestra vieja metrópolis.
A este pequeño regalo solo le queda una semana, quizá menos. Los indolentes viajeros vuelven insuflando nuevo aliento a la urbe y llenando todo de nuevo de ruido y brillantes luces. Y con su vuelta romperán el hechizo, acabarán con estos dias que nos hemos encontrado, estos maravillosos dias que hemos podido gozar solo unos pocos, y que hemos recibido como un regalo, una recompensa por seguir aquí cuando todos se fueron. Pero me da igual, porque el año que viene volverá, puntual como los solsticios, o el veranillo de San Martín, y nuevamente será nuestro, nuestro otoño privado.
Hoy, paseando por la calle, me he sorprendido sonriendo a mi otoño. Una sensación de felicidad me recorría de pies a cabeza y he terminado riendome como un niño. He vuelto la cabeza, pensando que alguien podia haberme visto, pero solo he encotrado la calle vacia de esta ciudad desierta.
jueves, 24 de agosto de 2006
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Una gran sonrisa
Hacia mucho que no me dejaba caer por aquí. Nunca me he olvidado de este rincón de mi alma, pero en algunas épocas de mi vida esta menos pre...
-
Hola a todos!!! Ya estamos aquí de nuevo con nuestro concurso semanal ( semanal por decir algo... ) . Ya conocéis la dinámica así que no me ...
-
Y es cuando piso la calle, ese enorme mar de gente, que de pronto, sin aviso, mi corazón se rompe. En trozos, pequeños trozos de muchas form...
-
Una calurosa noche de verano soñé que, al igual que Pessoa, yo tenía un heterónimo. Alguien completamente distinto de mí, con otras ambicion...
1 comentario:
Estoy de acuerdo contigo en que mis posts dicen mucho de mi; si no fuera así este blog sería un fracaso. Pero no puedo coincidir con lo de que son melancólicos: no son para nada tristes. Se me ocurre para definirlos la palabra agridulce, pues en realidad mi estado de ánimo era alegre y disfruté muchísimos de esos dias, pero tienen un toque agrio. Supongo que está relacionado con esa fatalidad, la constatación de que esos momentos estan destinados a desaparecer, a morir dejando atras solo un vago recuerdo. Sin embargo, no pretendo que sean fatalistas. Yo creo que debe ser así, deben desaparecer para que puedan existir otros momentos mágicos en nuestras vidas que como estos tambien moriran para dar paso a otros nuevos, y así sucesivamente. Tampoco seria bueno que duraran: perderian todo su sentido.
Y bueno, ceso aquí esta declaración de intenciones, pues al final voy a tener más escrito en respuestas a los posts, que en los mismos posts.
Publicar un comentario