jueves, 24 de agosto de 2006

Otoño privado

Adoro los últimos dias de agosto. El calor empieza a perder su cíclica batalla contra los frios vientos que preludian la llegada del invierno, y un fino manto de hojas secas alfombra de ocre y gris las calles de esta ciudad. El sol, zalamero, recorre nuestras caras infundiendo un hálito cálido, y tan extraño y distinto a la inclemencia de los pasados días, que produce un dulce cosquilleo en toda la piel, mientras la suave brisa arranca las últimas hilachas de calor adheridas a nuestros cuerpos. Por las tardes, me encanta pasear por la ciudad desierta, pisando las pálidas hojas que yacen adormecidas sobre el asfalto tibio y solitario.

Nadie interrumpe mis ensoñaciones durante esos momentos. Nadie holla estas mismas calles, ni cruza el melancólico sonido de sus pasos con el de los mios. Como un animal cansado, la ciudad duerme exhausta, afectada todavía por el atroz calor que la ha devorado, y vacia de vida, mientras los cientos, miles de organismos que la conforman disfrutan sus vacaciones lejos de aquí. La ciudad nos pertenece, a los que restamos incólumes aguantando las altas temperaturas, y la aún más alta humedad, mientras tantos y tantos conciudadanos nuestros migran hacia otros destinos, los que vemos agonizar en un lento goteo de coches las otrora bulliciosas avenidas, y mantenemos con vida (trémula e incierta, pero vida al fin y al cabo) el corazón de nuestra vieja metrópolis.

A este pequeño regalo solo le queda una semana, quizá menos. Los indolentes viajeros vuelven insuflando nuevo aliento a la urbe y llenando todo de nuevo de ruido y brillantes luces. Y con su vuelta romperán el hechizo, acabarán con estos dias que nos hemos encontrado, estos maravillosos dias que hemos podido gozar solo unos pocos, y que hemos recibido como un regalo, una recompensa por seguir aquí cuando todos se fueron. Pero me da igual, porque el año que viene volverá, puntual como los solsticios, o el veranillo de San Martín, y nuevamente será nuestro, nuestro otoño privado.

Hoy, paseando por la calle, me he sorprendido sonriendo a mi otoño. Una sensación de felicidad me recorría de pies a cabeza y he terminado riendome como un niño. He vuelto la cabeza, pensando que alguien podia haberme visto, pero solo he encotrado la calle vacia de esta ciudad desierta.

sábado, 5 de agosto de 2006

La ciudad ciclista

Los sabados por la mañana, tan temprano que apenas han puesto las calles, la ciudad no pertenece a los coches, ni a los peatones: es de los ciclistas.
Cientos, miles de ellos pasean sus coloridos equipajes sobre sus no menos coloridas bicicletas. Campan por las desiertas calles donde los horrorizados semaforos han perdido todo su poder. Nadie osa cruzarse en su camino, ni cuestionar el control absoluto que ejercen, a golpe de pedal, sobre el dormido asfalto.
De vez en cuando vislumbran a algun viandante y, raudos, se pegan a él, le sobrepasan con los infinitos engranajes de sus maquinas velocípedas chirriando de puro gozo, y le dejan, exhausto y sin aliento, aferrado a la vana seguridad de una farola urbana, y con el conocimiento, la completa seguridad de que la ciudad pertenece a los ciclistas.

Epílogo

Apenas una hora despues, un enorme torrente de máquinas grises, metálicas, mecánicas y contaminantes ha vuelto a tomar nuestras calles, y ha devuelto a esta ciudad, con su fiereza y su ensordecedor estruendo, esa angustiosa normalidad que nos hace sentir tan cómodos; pero los ciclistas ya no están aquí para verlo. Han huido lejos de la civilización llevandose con ellos la luz, la alegría y la inocencia pura y simple, que por unas horas ha sido dueña única y absoluta de nuestra dormida ciudad.

Una gran sonrisa

Hacia mucho que no me dejaba caer por aquí. Nunca me he olvidado de este rincón de mi alma, pero en algunas épocas de mi vida esta menos pre...