Un inesperado efecto secundario de este nuevo inicio de ciclo ha sido redescubrir cuán feliz me hace la llegada del otoño.
No el otoño de la gota fría, ni el de los cielos grises, sino el de los cielos azules y el sol perezoso, el de la brisa fresca y las hojas de miles de colores alfombrando las calles.
Eso y el hecho de que mi pequeño churumbel empieza ya a ir a la guardería, han conseguido hacerme volver de improviso a mis primeros otoños: esa libertad que da no tener responsabilidades, solo unas ganas tremendas de descubrir el mundo. Nuevos amigos, nuevos juegos, el olor de los recien estrenados libros de texto, o los lapices y colores, los todavía inmaculados cuadernos. De alguna manera, en el poco tiempo que paso en el jardín de infancia, ahora que mi crio aún se está acostumbrando, vuelven a mí cientos de recuerdos, de emociones, de olvidados sentimientos y aunque sea por unos pocos minutos me siento tan feliz como solo un niño puede serlo.
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