La tarde ha entrado furtiva por tu ventana y te ha sorprendido mirando las blancas paredes, como si en ellas pudieras ver reflejadas imágenes de tu vida en un gastado tono sepia. Escenas imborrables, momentos que de alguna manera te han marcado como aquella primera sonrisa, o los besos al despertar, o alguna leve caricia inconsciente que conseguía ponerte la piel de gallina. Con el corazón sobrecogido, dejas vagar tu mirada ausente por los oscuros cuadros. Una extraña sensación te paraliza, mientras tu mente explora lo que fue y ya nunca será, o lo que irremediablemente es.
Y no puedes evitar sentir que de alguna manera, no eres más que un mero espectador en tu propia vida, incapaz de cambiar un ápice el futuro al que ineluctablemente te abocas, que pequeñas frases o momentos han conducido la historia hasta un punto que jamás sospechaste. Como en un cine, sigues la trama desde lejos, atento a los detalles, gritándole al actor (a ti) que no entre solo, que no se aleje, que no pierda a la chica.
En momentos como ese el mundo adquiere una extraña tonalidad en sepia que le da un aire irreal y nunca estás seguro de que lado de la pantalla te encuentras. Quiero que sepas, que justo en ese instante, estoy aquí, junto a ti, para darte un abrazo muy fuerte.