Hoy hace frío. Parece que el otoño ya está aquí, o quizás es tan solo la prolongación del extraño verano que estamos teniendo, nada que ver con aquel verano del año pasado, todo sol y calor, todo fiestas y lagos. Sin embargo, no me molesta lo más mínimo. De hecho me gustan los días frescos, esos en los que se respira el olor de la tierra, cuando la lluvia arrastra todo el aire impuro de la ciudad, aunque solo sea por unas horas. Y me gusta especialmente si sé que haga lo que haga, cuando acabe todos mis compromisos, me espera un lugar cálido y confortable, una guarida, un refugio.
Llevo viviendo en el nuevo piso desde hace más de un mes, y aún no está del todo listo. Pero casi. Después de un par de viajes, y una semana en cama con anginas, parece que los muebles van ocupando su sitio correspondiente, que las sesenta cajas van vaciando su contenido y ocupando ordenadas un lugar de honor en el trastero, que los cuadros, fotos, espejos y perchas dominan ya estratégicamente sus respectivos territorios. Pese a no estar todo aun listo, ya puedo sentir esa sensación de seguridad, de confort, de hogar.
Hace un rato he vuelto a casa de mi curso intensivo de alemán. Hoy era mi primer día, y después de varios meses de vacaciones, seis horas de clase se me han hecho un poco largas. He caminado desde la parada los escasos dos o trescientos metros que la separan de mi casa. El aire fresco me daba en la cara, y unas gotas tímidas e inciertas han empezado a derramarse desde el gris sobre el oscuro asfalto. He subido rápido las escaleras, y al entrar por la puerta estaba ahí, esperándome: ese sensación de estar en casa.
Mientras escribo estas lineas, con un Chai latte junto al teclado y la trompeta de Miles Davis sonando suavemente en la casa en penumbra, veo por la ventana los arboles azotados por la lluvia y el viento, y disfruto regocijado de ese calor, de esa calidez. Y sé que ahora más que nunca. después de lo que ha pasado todo este último año, mi sitio está aquí.