Mi último recuerdo de la Isla, ese pequeño refugio fuera del mundo, no es el de las infinitas cajas, ni del trasegar de muebles y enseres, escaleras abajo por obra y gracia de ese tesoro de amigos que tenemos. No es un recuerdo del piso vacío, blanco e impecable en su dolorosa desnudez, libre de trastos, pero lleno de tantos recuerdos. No.
Mi último recuerdo de la Isla contiene una inmensa luna llena tendida sobre los tejados de Neukölln. Una luna llena blanca y redonda como la lámpara de papel del que era nuestro salón, asomando tímida entre los frondosos árboles de Altenbrakerstraße. Es un recuerdo de mil y un olores, todos frescos, todos suaves, fragancias de verano. Es un recuerdo de bicicletas sobre el antiguo adoquinado de Berlin, de sonrisas complices sobre los fatigados hombros. Un recuerdo de otros veranos, de otras bicicletas, de otras sonrisas y otras noches de luna llena. Un recuerdo de la felicidad absoluta comprimida en un magico instante.
Ahora todo son recuerdos nuevos, en otro lugar, en otra Isla aún sin nombre, recuerdos aún por vivir...