Había probado todo. Desde estrictos horarios a sesiones de yoga y meditación, pasando por visitas a terapeutas y consejeros laborales. Y nada había funcionado. Seguía igual de apática que de costumbre, sin fuerza, sin iniciativa, no ya para acabar alguno de sus múltiples proyectos sino para, en algunos casos, siquiera comenzarlos.
Pero esa mañana había sido distinto. Tras dejar a los críos en la guardería, ya con un pie dentro del coche, la había visto llegar. Después de meses en los que el azar había evitado la fatal coincidencia ahí estaba ella de nuevo: esa estúpida madre, cínica, soberbia, engreída. Esa madre a la que evitaba como a la peste, a la que tenía siempre que sonreír en aras de la convivencia entre padres de la guardería, con la que tenía siempre que aparentar una distensión y cercanía que distaba mucho de sentir, a la que escuchaba siempre disertar de manera paternalista sobre las excelencias de su vida, sobre sus logros, sobre su superioridad moral. Esa madre a la que habría estampado en la cara su estúpido bolso de piel (seguro que de imitación, zorra), a la que habría arrastrado de los pelos por el barro. Esa madre.
Subió al coche lo más deprisa que pudo para no verse en el brete de tener que saludarla y todo el camino hasta la oficina fue mascullando improperios, macerando lentamente su ira, dándole forma. Y cuando por fin llegó, cuando ya se encontraba sentada en su cómodo sillón, frente a la montaña de papeles que cubría prácticamente cada centímetro cuadrado de su escritorio, lo decidió: Ella no era peor que esa maldita zorra. Ella podía hacerlo mejor, llegar más alto, ganar más. No iba a dejar que una maldita madre se pavoneara delante de ella y le restregara nada por las narices.
Y se puso manos a la obra. Y ese día, sorprendentemente, le cundió más de lo que lo había hecho nunca. Desde entonces, cambió sus horarios para llevar a sus hijos a la guardería para coincidir con ella, con la maldita madre, y los minutos posteriores en el coche, de camino al trabajo, con toda esa ira emergente, salvaje, purificadora, surgiendo de lo más hondo de su ser, sustituyeron a los ejercicios de concentración aprendidos en incontables clases de yoga.
Cada vez que contempla la imagen pegada a la esquina superior izquierda de su monitor, esa efigie de la maldita madre (tomada de incógnito con su móvil e impresa en papel fotográfico de calidad), mientras trabaja sin apenas pausa, recuerda como le había dicho uno de sus terapeutas que los ejemplos son siempre una buena fuente para superarnos. Ahora, por fin lo ha entendido.